jueves, 18 de mayo de 2017

El tiempo pedroparámico

El Palacio de Minería y sus alrededores durante los primeros meses del año siempre me traen a la memoria las cinco horas de la lectura en voz alta de Pedro Páramo y su efecto de contener el tiempo. Recuerdo claramente que en el intermedio podía visitar los diferentes puestos de libros con exquisita calma, llevando por dentro el pulso de ese extraño reloj de Pedro Páramo. Comer un elote asado y recorrer la Alameda, con ese tiempo, eran cada mordida, cada diente de maíz ennegrecido, cada baldosa del piso, cada puesto de fritangas, periódicos, de más elotes. Comer un elote y recorrer la Alameda con ese tiempo de Pedro Páramo era más caro a la memoria que veinte recuerdos en tropel digeridos por el pulso acelerado que marca el reloj que me habita ahora.
Hacer una crónica de alguna de las varias experiencias pedroparámicas me resulta más atractivo que narrar mi reciente visita porque extraño aquel pulso del tiempo, debo reconocerlo, aunque esa atracción también está marcada por cierta nostalgia que me hace sentir que aquellas experiencias pueden escribirse con palabras alargadas y con espacios claros y  vacíos entre las letras. La belleza de esos vacíos me conmueve y quisiera que mi crónica la transmitiera, aunque tal vez hace algunos años, mirando de cerca la experiencia pedroparámica me hubiera parecido un acontecimiento un tanto aburrido e insulso. Con cierta resistencia, palpo la fragilidad de las maquinarias del tiempo, huelo el presente, adivino un texto con las letras apretadas, sin espacios, crónicas confusas llenas de tachones, trazos apresurados, balbuceos atropellándose unos a otros.
Cuando llegué al Palacio de Minería el pasado domingo 22 de febrero de 2009, percibí que el tiempo dentro de mí era diferente que años antes, que mi paso era un tanto más veloz, que mis pensamientos se adelantaban constantemente a mis pasos, que había decidido salir de la lenta órbita de Pedro Páramo y que ahora estaba un poco desconcertado. 12:43. En una hora con diecisiete minutos tenemos que estar listos en el escenario, afinados, vestidos, organizados, saludar, empezar el concierto. Es una cantidad de tiempo de esas que se te escurre de las manos, que se te puede salir por un agujerito de la bolsa del pantalón. Es un soplo de tiempo, como tantos otros, capaz de ponerme a girar como hormiga medio aplastada.
No olvidar los pendientes, tratar de poner en orden la mente: ver lo de la tarima, contactar al del sonido, coordinar lo de las canastas, ¿comprar el chicharrón o ya lo habrá encontrado Vladimir? Asegurar que Casilda tenga un camerino donde hacer los cambios de vestuarios, estudiar el pasaje difícil del canario, darle una repasada a la recercada segunda, que nos abran el salón de junto, hacerle enfáticas recomendaciones sobre el uso del micrófono a Jorge Morenos, que no entre el público en la prueba del audio. Ah, vino Gabriel Santamaría, le voy a pedir ayuda para que la amplificación sea adecuada, concentrarse, ¿habrán encontrado lugar para estacionarse la flaquita y Darío?
Derrotado por el tiempo me entrego a las notas de la recercada primera. Cada una de sus frases mesuradas restauran el reloj desvencijado que todo siempre está a punto de reventar, las aristas de los arpegios van curando los espacios vacíos, borrando lo sobrante, reparando silencios en mis órbitas interiores. Puedo sentir que mis compañeros también se entregan al sonido, y queremos estar más rendidos, más derrotados, queremos caer sin fuerzas en el torrente de la música y la poesía y ser arrastrados como ramas, pero aún combatimos por cumplir ciertas expectativas ante el público.
Puedo sentir el cariño que brota entre el público, rostros conocidos que nos sonríen a través de la transparente distancia que media entre el foro y el escenario: qué mensajes tan sutiles y tan bellos pueden circular por ese canal de energía, ahí debería detenerme, declararme vencido, abandonarme y dejarme mecer en las olas generadas por los rostros que miran hacia acá, por las respiraciones que flotan sobre la música, por los pensamientos que cada quien exhala y revuelve con la resonancia de una nota próxima a extinguirse.
Fernando Carrillo de la Secretaría de Cultura de San Luis Potosí fue quien promovió que como estado invitado de la Feria del Libro de Minería, San Luis Potosí contratara al grupo Segrel para ofrecer este concierto como parte de las actividades culturales de la feria. Yo pienso que está satisfecho de ver el Salón de Actos lleno de público atento y sensible en su mayoría, pero pienso que está un poco nervioso porque nada se salga de control. En el breve intermedio se me acerca y me dice: -en cuanto me digas anuncio la reanudación del concierto porque a las tres y media tenemos que terminar y dejar el recinto libre para la siguiente actividad. Vi en su reloj que eran las tres y diez, y calculé que la segunda parte de cuarenta minutos no cabría en veinte minutos, pero lo imposible del cálculo me infundió ánimos para subir al escenario y dejar de luchar con el reloj acelerado y disfuncional que cargo un tanto a regañadientes, para poder detenerme en unas notas, para lanzarme al vertiginoso torbellino de otras.
Como quien tiene pocas ganas de irse disfruté sobremanera la nota final de la última pieza que la fídula y la viola da gamba estiraron como si de una tripa se tratara, y sus últimas reverberaciones condujeron como una elegante despedida al aplauso final del público, generosa retribución energética y siempre bienvenido reconocimiento.
A punto de salir de la feria me encontré a mi amigo José María Mantilla, director de las lecturas en voz alta de la novela completa de Juan Rulfo en las que colaboré entre los años 2003 y 2005 como guitarrista y compositor, lo saludé con gusto y le pregunté si habían tenido lectura de Pedro Páramo ese día. Me contestó que el Pedro Páramo sería hasta el martes, que ese día habían presentado una breve lectura de poesía. –Con razón, le dije, no tienes cara de que vengas de Pedro Páramo. Supongo que ese reloj pausado y esa calma se debe notar en algún rasgo de la mirada o el gesto, como provechoso resultado de las cinco horas de inmersión frente al público en las corrientes de Pedro Páramo.

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